El miércoles pasado vi Ciutat Morta. Desde entonces ando revuelta (como cuando leí a Hannah Arendt sobre la banalidad del mal) y no puedo dejar de pensar en lo que quedó fuera de mi programa de sociología en la asignatura de enfermería que imparto.
Hay dos momentos al inicio del documental sobre el #4F que me produjeron un profundo desasosiego; tanto que tendré que volver a verlo, pues a partir de ahí todo se fue haciendo vidrioso. El primero es cuando Rodrigo Lanza cuenta cómo le golpearon en comisaría: “Puede que haya sido un minuto, pero a mí se me hizo eterno. Ese minuto fue atroz”. En ese momento, con esa frase en la pantalla y la piel, vemos un cronómetro traslúcido sobreimpresionado sobre escenas ordinarias: un guardia custodia una puerta, la gente pasa por la acera, anuncios de ofertas de paella y tapas, un expositor de postales de Barcelona que gira sobre su propio eje… “Es imposible olvidar Ciutat Morta una vez la ves«, escribe Lucía Lijtmaer, «es muy probable que la película te persiga por las calles, acechándote. Sería muy fácil decir que te quita un velo de delante de los ojos, pero más bien puede que te suceda lo contrario. De repente, sobre monumentos, esquinas, paseantes, hay algo pegajoso que lo cubre todo”.
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El segundero parece avanzar cada vez más lento sobre esas unas imágenes que por su familiaridad resultan inquietantes hasta hacerse eterno (lo que me recuerda a esta otra impresionante campaña que intenta romper otros silencios en torno al sufrimiento y la muerte). La violencia (como las desigualdades) se hace traslúcida, como el cristal de un escaparate relumbrante no se ve, pero ahí está; y es tan pegajosa que lo impregna todo, mientras camino por la acera, me como una paella o compro una postal. Lo que me hace reconocer cómo mi propia cotidianidad e inercias podrían haberme llevado, como otras muchas veces, a marcar el documental entre las “cosas pendiente de ver” que acaban cayendo en el olvido. Al fin y al cabo es un caso más de los que me parecen absolutamente inaceptables pero… no tanto como para levantarme del sofá, mullido con silencios, descuidos y estereotipos más o menos reconocidos que minimizan los golpes.
Sin embargo esta vez lo vi. Aunque cómo llegué a verlo creo que también importa. La noche anterior, mirando distraídamente el móvil, un tuit me llevó al vídeo de José Martínez, ex sargento de la Guardia Urbana de Barcelona, que tras la emisión del documental denunciaba que no era un caso aislado. Tirada en el sofá, le di al play… y me fui quedando sin habla.
Me indignó. Me repugnó lo que contaba. Atónita clamé justicia desde mi salón, recordé películas como En el nombre del padre y alabé la dignidad y valentía de la gente que se empeña en hacer el mundo más vivible y estas prácticas menos invisibles. El relato de José Martínez me hizo palpar el cristal, duro, frío. Y me empujó a querer saber más. Significativo, ¿no? El “caso” encontró hueco en mi cotidianidad, más allá de la lectura apresurada y superficial de titulares y tuits, porque alguien imbuido de autoridad en el repertorio hegemónico de estereotipos y ordenamientos no me permitía obviarlo.
Pero aún estaba en la fase 1: repugnancia, rechazo, cabreo… Hacia los policías, los políticos, los medios… Ellos, ellos, ellos… Hasta que al día siguiente viendo Ciutat Morta apareció ese segundo eterno en la pantalla con ese sonido tan sordo, tan de cañería. Y entonces ese “algo pegajoso que lo cubre todo” llegó definitivamente a mi sofá, donde me encogía como si quisiera evitar que me alcanzara. Pero me esperaba la fase 2, a la que me asomó otro minuto tremendo: el que tarda Rodrigo en relatar su contacto con el personal sanitario en el hospital al que les trasladan siguiendo las indicaciones del médico que les atiende (es un decir) en comisaría.
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Terrible ver su expresión al contar cómo en ese momento, al igual que le sucedería más veces, tuvo la esperanza de que alguien cuidara de él, de que alguien le viera, se preocupara por su estado, le protegiera y amortiguara su sufrimiento. No fue así. El silencio y las miradas esquivas del personal sanitario coparon el espacio imaginado de los cuidados. Terrible. No querer ver requiere mucho trabajo, mucho muro de contención. Durante todo ese tiempo su madre lo buscaba por hospitales y comisarías sin que nadie la informara; ahí no estaban los responsables políticos, ni los mandos, ni los responsables mediáticos… No. Eran trabajadores públicos que probablemente se tengan por probos ciudadanos pero que con sus prácticas ordinarias (cotidianas, vulgares, resultado y efecto de asimetrías y ordenamientos insidiosos) contribuyeron como actores y actrices de reparto a esta espiral de injusticia, discriminación y daño. Y entonces ese “algo pegajoso” me llegó a los oídos, a la nariz, y a los ojos: ¿Y yo? ¿Acaso yo soy inocente? ¿Cómo docente, no seré también cuando menos figurante?
En la asignatura que imparto en el grado de enfermería hemos trabajado sobre el derecho a la salud y la importancia de la sanidad universal, sobre cómo los estereotipos (sexistas, racistas, xenófobos, homófobos…) y las desigualdades estructurales generan inequidad sanitaria. También hemos dedicado un bloque temático a la violencia: de la violencia sexista a formas de violencia auto-infligida, de su relación con el contexto actual (de la modernidad y su delirio de sujeto autónomo, de esa crisis que es una estafa…), abordamos las dificultades en su atención e intervención, insistimos en la importancia de la prevención y los cuidados… Pero ni una palabra sobre cómo actuar cuando estamos ante una persona detenida o presa con señales evidentes de haber sufrido violencia y/o de ser víctima de una situación de abuso de poder. No hemos tratado esto. Y esa es mi responsabilidad como docente.
La OMS, en su informe de 2002, define la violencia como un problema de salud pública e insta a los diferentes actores y actrices sociales, grandes y pequeños, a contribuir decididamente a su erradicación. ¿Por qué entonces nadie en el hospital se preocupó por el estado de los detenidos? ¿Por qué los golpes que obviamente habían recibido no les escandalizaron? ¿Por qué permitieron que detuvieran a otras dos personas en la sala de curas donde estaban siendo atendidos por un accidente en bici y cuyas vidas quedarían marcadas por el suceso? Quizá alguien lo hizo; en todo caso, no los suficientes ni con suficiente energía. Pero ¿dónde se aprende por qué y cómo hacerlo? ¿Generamos espacios, tiempos y recursos para abordar estas cuestiones? ¿Qué nos parece importante trabajar en las aulas, bajo qué criterios y con qué objetivos? ¿Dónde y cómo se pone freno a las decenas de “peros” disponibles para tragar el sapo de lo que debería resultarnos inadmisible? ¿Qué papel juega la educación formal en todo esto? Las competencias y capacitaciones del lenguaje burocrático-pedagógico eluden estas cuestiones; las prisas docentes para que “el programa entre” en el semestre tampoco ayudan. Y, así, acabamos siendo partícipes, cuando menos como figurantes, de cierto orden siniestro de cosas que, en su grosería cotidiana, nos resulta inaceptable y nos repugna pero no nos es ajeno pues sustentarlo requiere de un modo u otro de nuestra colaboración, aunque sea por la vía de la inacción.
“Nuestra repugnancia por un grupo señala un deseo de tomar distancia de algo acerca de nosotros mismos que este grupo representa. Tal diagnóstico es especialmente claro en la repugnancia misógina y homofóbica, pero creo que se aplica también a nuestra respuesta al mal” escribe Nussbaum en El ocultamiento de lo humano (2006: 197). Por eso no me basta con señalar a los “malvados”, a las “manzanas podridas”, a los “maltratadores” de todo tipo, que los hay y ponen los pelos de punta; porque, como he dicho o escrito en otros contextos, “sacar tarjeta roja” tiene un algo de barrer bajo la alfombra, pues las dinámicas y ordenamientos sociales en las que esa violencia se gesta, circula y daña no nos son ajenas, aunque la fuerza de las inercias parece vacunarnos para no verlo. Tampoco me basta con señalar a un sistema cruel, en abstracto e incorpóreo, que tolera crueldades y corruptelas y, no lo olvidemos, ostenta el monopolio de la violencia. Es preciso hacerlo, sin duda. Es urgente. Pero no me basta, no me calma.
El mal, el mal malo malo, no es extraordinario, no tiene cuernos ni rabo (me tienta la broma, pero hoy no me da). Tampoco es simple efecto de crueles sistemas abstractos que ocultan sus andamiajes para asegurar así su reproducción. El mal es ordinario. El mal es banal. Como escribe Hannah Arendt, una de esas pocas autoras que a duras penas consigue colarse en nuestros programas docentes, “lo más grave, en el caso de Eichmann, era precisamente que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales [… E]sta normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas” (2003: 165).
Esa terrorífica normalidad baila al son de coreografías familiares de dominación y responde a esfuerzos invisibles por familiares y comunes para desatender y descuidar en la práctica (y más en concreto en nuestras prácticas docentes, sanitarias, etc.) lo que nos resulta incómodo porque revela asimetrías, privilegios y exclusiones y/o nos deja en evidencia. Me gustaría haber abordado todo esto en clase, haber aprovechado mejor por ejemplo el trabajo de Cuidados confinados, una de las comunidades de aprendizaje del curso pasado, para que cuando mis estudiantes estén como enfermeras/os en un hospital, en una cárcel, en una comisaría, en un CIE, etc. cuiden efectivamente de la salud de quien tienen enfrente y, de paso, de la de nuestras democracias. Espero que al menos, señalar la laguna en este post, les anime a ver Ciutat Morta y sobre todo a conversar sobre qué mundo quieren habitar y cómo construirlo colectivamente.
Elena,
interesante blog a propósito de Ciutat Morta.
Quería compartir un fragmento de el programa de radio «El séptimo vicio» (http://www.rtve.es/alacarta/audios/el-septimo-vicio/septimo-vicio-030315/3024878/) en el cual se puede disfrutar de la entrevista al director de Ciutat Morta y conocer algunas de las raíces que se esconden detrás de este proyecto. Muy interesante el porqué la elección del título, el concepto de «gentrificación» y algunas cuestiones (semi)ocultas que darían para continuar el debate, complementando al de la violencia y (abuso) del poder – la libertad comentado.
Sobre Hannh Arendt me conmocionó la escena representada en la película sobre ella… y que corresponde con el fragmento que has extraído de su libro. Le dediqué unas letras hace meses: https://elenaserrano.wordpress.com/2013/10/27/hanna-arendt-el-viento-del-pensamiento/
Enhorabuena por el blog.
Un saludo
Gracias, Elena, por el comentario y los links para seguir conversando y compartiendo