Siempre hemos sido complejos. La simplicidad y la certeza son lujos de privilegiados

El lunes 3 de noviembre participo en una jornada sobre cómo entender y abordar la complejidad de lo contemporáneo organizada por la revista Fronterad.

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Creo que mi contribución va a ser insistir en no dar por sentado que la complejidad es algo exclusivo y característico de nuestro presente. Primero porque me parece que sólo cierto grado de ignorancia y olvido nos permite asumir, así de primeras, que nuestro mundo y nuestras vidas son más complejos que los de épocas pasadas, y segundo porque también la simplificación, bajo la forma de destrucción de prácticas y saberes,  de homogeneización y estandardización, han caracterizado y caracterizan a las lógicas económicas y políticas del capitalismo y liberalismo.

En las clases de la asignatura de cambio social del grado de sociología empezamos recordando a las mujeres de la Escuela de Chicago, como Jane Addams o Annie M. MacLean, que investigaban, enseñaban, escribían y se movilizaban acerca de los numerosos problemas sociales de ese laboratorio sociológico que era la ciudad de Chicago de finales del siglo XIX y principios del XX. Al describir en clase los múltiples procesos, dinámicas y conflictos ligados a la emigración, la industrialización, la urbanización, la proletarización, la pobreza y desigualdades, las relaciones raciales y de género, que se daban en aquella ciudad hace más de un siglo, tenemos claro que de ninguna manera podemos suponer que el grado de complejidad social era menor que en la actualidad. Aún así estaríamos dentro de una complejidad que podríamos llamar “moderna”. Pero podríamos seguir retrocediendo en el tiempo a través de los textos y otros documentos, novelas, dramas, culebrones y folletines, libros de correspondencia y ensayos, pinturas y esculturas, edificios, relatos religiosos y mitológicos, estudios históricos y antropológicos de otros tiempos y otros mundos, y preguntarnos de nuevo si de verás podemos afirmar que nuestro presente, nuestros entornos, nuestra relación con el mundo, con los demás y con nosotras mismas son más complejos, en tanto que más tensos, enmarañados, ruidosos, desconcertantes, múltiples, inciertos; o más aún, como parece deducirse de algunos discursos a veces, si de verás la complejidad en si es un rasgo que nos caracteriza y diferencia del pasado.

El modo cómo imaginamos nuestro presente respecto del pasado tiene implicaciones éticas y políticas. En clase por ejemplo estudiamos esa particular visión decimonónica de entender las transformaciones sociales que es el evolucionismo, que se caracteriza justamente por defender que el presente de las sociedades industriales y occidentales representaba el nivel mayor de complejidad, de diferenciación según sus términos, conocido en la historia hasta entonces, la etapa más avanzada y más progresada. Los distintos autores de esta corriente elaboran escalas evolutivas, trayectorias en etapas donde situar no sólo los distintos periodos históricos, sino también a las otras sociedades contemporáneas, según su nivel de “atraso” respecto a los países europeos y EEUU, traduciendo las diferencias culturales y geográficas en diferencias temporales, igualando así por ejemplo a los aborígenes australianos o las culturas tribales africanas y amazónicas con los pueblos prehistóricos europeos, determinando que esas culturas y pueblos no habían tenido historia, se habían quedado en la prehistoria, y que lo que les quedaba por hacer era pasar por las etapas que los europeos habíamos atravesado. La ignorancia histórica de este tipo de visiones no impidió, ni impide, su éxito. Enfoques que funcionan además como poderosos legitimadores de las empresas colonizadoras y de la supremacía de los blancos. Y aunque el evolucionismo decimonónico haya sido criticado desde hace tiempo, muchos de sus perniciosos postulados siguen estando en curso, tanto en las maneras en que la colonización y el racismo siguen operando hoy en día, como en la fascinación por lo novedoso y complejo del presente informatizado, mediado y remediado tecnológicamente.

La proliferación de tecnologías, de máquinas, de armas, de vehículos es una de las claves,  junto con la dominación y el imperialismo, de estas dos visiones. Los evolucionistas del XIX basan en parte su esquema evolutivo progresista en la transformación del medio material fabricado, a mayor número de tecnologías y objetos, a mayor industrialización y producción, mayor evolución y diferenciación, de manera que la simple contemplación y exhibición de los cuerpos semidesnudos y la “sencillez” material de los colonizados servía como argumento para apoyar sus presupuestos. La complejidad de los sistemas de parentesco, de las técnicas, de la sexualidad, de las formas de gobierno y resolución de conflictos, de las pinturas efímeras, de las composiciones musicales, de las intrincadas figuraciones rítmicas y tímbricas, de las historias mitológicas, religiosas e imaginarias, de las maneras de gestionar cuerpos y afectos, se diluían como lágrimas en la lluvia, invisibles para estas miradas interesadas. Bueno para ser exactos no se trata sólo de una tarea de invisibilización, sino también de destrucción, y no sólo en la relación entre europeos y colonizados, sino también dentro de los países occidentales. Como nos recuerda Isabelle Stengers el capitalismo y las regulaciones estatales son y han sido unos grandes destructores de prácticas y de saberes, unos grandes simplificadores y des-diferenciadores en aras de afianzar órdenes y estabilizar dominaciones.

Así que volviendo al debate del próximo lunes, es cierto que nuestro presente se nos aparece complejo en su realidad bruta, ordinaria y opaca, enmarañada de conflictos, intereses y desigualdades; y mola la propuesta de juntarse a pensar y dibujar cartografías para descifrarlo, pero en eso no nos diferenciamos mucho de las que nos precedieron. El desconcierto, los desasosiegos, las tensiones han existido siempre, puede variar su contenido, aunque en muchas cosas seguimos dándole vueltas a los mismos nudos, pues las dominaciones y desigualdades tienen la vida larga para nuestra desgracia. Releyendo la propuesta del encuentro se me ocurre que quizás cierta sensibilidad a la complejidad en nuestros días viene dada porque a algunos se les esté moviendo un poco o les están empujando un poco (y poco me parece la verdad aunque joer sí que cuesta) la certeza y los mimbres en los que se asientan sus privilegios (de varones, de blancos, de clasemedieros, de occidentalitos, de heterones, de “como dios manda”). Y es que me temo que los únicos que gozan y han gozado de la sencillez de las certezas son los privilegiados, y, más aún, que dicho disfrute no es sino un signo de privilegio. Por eso aunque suponga ir un poco a la contra de la propuesta de los amigos de Fronterad en lugar de colocarme “contra el ruido”, me pida el cuerpo pedir Plus de Bruit como la Mano Negra y Pump Up the Volume, o ponerme estupenda y recordar a John Cage con aquello de que lo que consideramos música es la evaluación moral del ruido, a unos sonidos les prestamos escucha musical, mientras que ignoramos o intentamos ignorar otros que consideramos ruido. Reconozco que el punk y las caceroladas me pueden, y aún más en estos días, no sea que con la coña de gestionar la complejidad y la incertidumbre nos vuelvan a colar los órdenes cansinos y las jerarquías que sufrimos.

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